Ya hacía unos cuantos años que no íbamos a dar una vuelta por París y, la verdad, ya teníamos cierto mono. Pero París es un vicio caro, así que aprovechamos la coartada de las Bodas de Plata y la disculpa de poder ver una exposición excepcional: Claude Monet.
No sé si París valdrá una misa, pero desde luego vale el esfuerzo de escaparse tres días en pleno frío invernal. Siempre es una auténtica maravilla pasear por esta ciudad entre espacios espectaculares y perspectivas casi teatrales que fueron desarrollándose a lo largo de siglos, caminar por bulevares, calles y callejuelas... incluso ver miles de escaparates en el Marais. Comer cosas simples pero siempre exquisitas, refugiarse de la nevada en el Café de la Paix aprovechando para tomar un café y un pastel de chocolate o hacer algunas compras navideñas en un ambiente fashion y cosmopolita pero alejado del ruido y el barullo de otras ciudades.
En esos días ya estaba puesto todo el alumbrado navideño lo que daba un encanto especial, fue toda una experiencia recorrer el mercadillo que ocupaba la parte baja de los Campos Elíseos y haciendo alguna parada para tomar un vino caliente que entonase e infundiese ánimos para seguir caminando en el suelo nevado.
Como decía una de las principales excusa para esta escapada fue poder ver la exposición de Monet en el Grand Palais, una ocasión única. Tuvimos que hacer cola una hora y media con un frío que helaba la sangre, pero valió la pena y mucho. Reúne no sólo los cuadros del Musée d'Orsay (que ya son muchos y muy buenos) sino otros procedentes de museos de todo el mundo, así como obras de colecciones privadas que no se habían expuesto antes. Permite apreciar perfectamente la evolución del artista y sus distintas etapas, ver casi en vivo y en directo como surge el concepto de "serie". Si tenéis ocasión de verla no lo dudéis ni un minuto, realmente vale la pena. Un lujo.
Además de Monet también pudimos "disfrutar" de un frío glaciar, estuvimos a punto de convertirnos en puros cubitos de hielo viendo los escaparates de la Place Vendôme... claro que también pudo ser efecto de tanto lujo y esplendor. Es lo que tiene no estar acostumbrados. Contra el frío procurábamos tener siempre a mano una buena sopa de cebolla, ese remedio tan parisino que es lo mejor que se ha inventado para descongelar. La verdad es que con frío o sin él París siempre es un espectáculo de ciudad.
El único punto negro del viaje fue el regreso, ya de por sí duro pero esta vez complicado por la huelga salvaje de los controladores aéreos que no dejaron, a nosotros y a otros cientos de miles de ciudadanos, tirados por los aeropuertos. Pero llevan muchos años haciendo lo que les da la gana, así que no hay que sorprenderse de que hayan pensado que una huelga salvaje era un medio legítimo para aumentar aun más sus muchos privilegios. Pero otra cosa que bien vale París es el riesgo de quedar a merced de estos "señores".
Un viaje para recordar y quitar un poquito el mono de la Ciudad Luz. Ahora a esperar por el siguiente